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  • Foto del escritorNatalia Giménez

L'olor de fusta

El olor a madera inunda los sentidos al entrar. El tiempo viaja atrás a cada instante que se pasa dentro. El serrín llena cada rincón de la carpintería. Miquel sonríe, tímido y amable.

La carpintería Miranda es uno de esos pocos lugares que quedan en Rubí donde la historia se cuenta sola. Su abuelo, Lluís Miranda y Bojons aprendió el oficio en Cal Gili, una carpintería que hacía chaflán entre las calles de Xercavins y de Sant Francesc, a principios de siglo. Cuando se instaló en la calle Sant Pere núm. 1, quizás no imaginaba que su carpintería se convertiría en centenaria. Ocho años después, en 1930, se trasladó a un espacio más grande, en la misma calle, en el número 28. Aquel imponente edificio que hacía esquina entre dos viejas calles de Rubí, ya tenía su propia historia. En los magníficos forjados de las ventanas se nos señala una fecha: 1874, el año que allí se instaló una cerrajería conocida como Ca l'Armer. Ninguna de las tres generaciones de carpinteros Miranda se ha atrevido a mover una piedra enorme que pertenecía a una prensa de aceite, como las que se hacían antes de que ellos se instalaran allí. Esta piedra ha permanecido inmóvil en el mismo lugar, ama y señora del edificio, durante más de un siglo.

El abuelo Luis restauraba muebles antiguos y telares. Entonces, Rubí estaba plagada de fábricas y talleres textiles que le daban mucho trabajo. Las herramientas que él utilizaba todavía funcionan como el primer día. Muchas de ellas tienen grabada la marca de la familia "Miranda" y son joyas del oficio que merecen ser expuestas en un museo. Al entrar en la carpintería, en la sala del lado izquierdo, donde se realizan los trabajos manuales de ebanistería, hay una estantería donde todas ellas lucen perfectamente ordenadas y dispuestas para continuar trabajando la madera. Hay cientos y de diferentes tamaños: azuelas, barrenas, escuadradoras, filaberquines, cuchillas, garlopas y sobre todo ribotes. Miguel explica orgulloso que cada carpintero tenía su forma de moldura característica para hacer puertas o ventanas. Todavía hoy se puede ver la moldura de los Miranda una calle más abajo, en la puerta artesanal de la casa de Pep Borràs. Él enseña cada una de estas herramientas con cuidado y dedicación, como si fueran reliquias, olvidando todas y cada una de las heridas que le han hecho en sus manos. Entre herramienta y herramienta, enseña orgulloso su marca de carpintero: hace una veintena de años se amputó el dedo índice de la mano derecha. La cicatriz forma parte de su currículo, sin ella no sería un verdadero carpintero.

Su padre y su tío continuaron el oficio. Emili, su padre, recibió uno de los encargos más importantes que se han hecho a los Miranda: el mobiliario de la Iglesia de San Pedro. Resulta que pocos días después del levantamiento militar que dio origen a la guerra del 36, un grupo de revolucionarios entró en la iglesia y lo quemó todo. No dejaron nada, ni siquiera las campanas, que fueron descolgadas y arrojadas al suelo para aprovechar el metal. Pasada la guerra, Rafael Solanic se encargó de su restauración y confió la fabricación del mobiliario en la carpintería Miranda. Miguel todavía conserva orgulloso la plantilla del símbolo de San Pedro, las llaves invertidas, que utilizó su padre para grabar un bajorrelieve en los confesionarios. Para hacer el baldaquino, obra imponente que corona el altar mayor, tuvieron que colaborar otros artesanos de otros oficios de Rubí. Los de Can Pintoret laminaron los 25 capiteles y Salsas hizo las planchas de aluminio de debajo del baldaquino. Miquel continúa la historia contando que años después, en 1995, él mismo hizo el mobiliario de la sacristía.

Miquel hace memoria y encuentra sus primeros recuerdos en la carpintería hace más de cincuenta años. Cuando era pequeño, iba con su abuelo al Moll de la Fusta de Barcelona a comprar maderas tropicales como la teca de Birmania o maderas más normales, "de batalla" (como él mismo dice), como el pino de Flandes. Entonces no se iba tan rápido como ahora ni ese espacio estaba lleno de guiris haciendo fotos o comprando gofres. El Moll de la Fusta, como su nombre indica, era donde se hacía la compraventa de toda la madera que llegaba en barco desde tierras lejanas. Él y su abuelo iban con un camión de Franquesa. Después, en la carpintería, aprendió el oficio como se hacía antes. Las herramientas pasaban de generación en generación, como los conocimientos. Aunque él fue a estudiar a los catorce años en la Escuela de Oficios de Terrassa. Hizo de aprendiz mucho tiempo, con el abuelo y después con su padre, hasta que tomó el relevo.

Antes se hacían ellos mismos el barniz. Se sorprende cuando abre una lata oxidada para enseñar la goma laca que debían mezclar con disolvente y encuentra una nota, de ve a saber cuándo, en la que se puede leer "4 ½ onzas partido por las dos botellas".


No se le acaban las historias que tiene que contar. Cuando era un niño, la carpintería fue el escenario de una película, y durante varios fotogramas, él fue el protagonista. Silvestre Torra, gran cineasta de Rubí, grabó allí una escena de la película que dedicó a Pau Casals, hacia finales de los sesenta. Pau Casals niño, que fue aprendiz de carpintero, fue interpretado por Miquel.


Hubo un tiempo en que no sólo estaba él como aprendiz, sino que, sobre todo cuando se acababa la escuela, el abuelo y el padre colgaban un cartel en la puerta para reclutar a los niños de la calle Sant Pere para que les ayudaran a recoger las virutas, limasen e hicieran diferentes trabajos. En la carpintería Miranda trabajaron muchos ayudantes: en los años treinta Ramon Rusinyol y Ramon Piera; en los años cuarenta Salvador Brustenga, Josep Garcia y Josep Valls. Todavía hoy cuelga en la pared ese cartel escrito a mano, donde se puede leer "falta aprendiz", como si la esperanza de la continuidad de la carpintería no se perdiera. Pero sí, se pierde. No hay relevo para Miquel. Una sonrisa triste le invade cuando confiesa que aunque la carpintería ya está cerrada, él baja cada mañana a hacer lo que más le gusta: trabajar la madera. Todavía tiene algún encargo de vecinos que añoran las cosas bien hechas. Cada herramienta, cada cartel, cada pedazo de madera y el serrín son un recuerdo para Miguel. La carpintería sigue viva, emanando ese olor inconfundible, pero, ¿por cuánto tiempo? El edificio está oficialmente protegido y está incluido en el inventario de nuestro patrimonio. Sin embargo, ya se sabe que ocurre con estos papeles oficiales, que quedan en papel. Ojalá en esta carpintería que este año es centenaria, los recuerdos no se borren y el olor a madera no desaparezca.


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